miércoles, 14 de agosto de 2013

Zorras entre rejas

La reina del binge watching estival, la niña bonita de las redes sociales, a todo el mundo se le cae la baba con Orange is the new black. Los trece episodios de las desventuras de Piper, la pija newyorkina que tiene que abandonar vida y novio ideales para pagar en prisión por un delito que cometió hace diez años cuando era la amante de una narcotraficante internacional, se estrenaron de golpe hace tan sólo un mes. Su distribuidor legal, Netflix, el videoclub más exitoso de la historia, no quiere decir los números reales, pero ha confirmado que su plataforma sigue ganando suscripciones tras la estela de House of cards y Arrested Development. La sátira carcelaria gusta a todos los grupos de jóvenes adultos y ha convencido a la mayor parte de la crítica falocrática. Tiene gracia la cosa porque Orange is the new black es mucho más una “serie de chicas” que un drama de cable transgresor. Es un buen ejemplo de ficción sin complejos, ni demasiado blanca ni demasiado oscura.
De Sin remisión a Chicago, las mujeres en la cárcel es un argumento que ha dado mucho juego en el audiovisual de toda la vida. Tirando de los mismos clichés, el tema cuajó a partir de los sesenta y setenta con las pelis WIP (Women in prison), subgénero del softporn exploitation que casi siempre contaba la misma historia: una inocente jovencita entra en la cárcel (por error, por un delito menor…) y es sometida a todas humillaciones conocidas. Guardianes sádicos, alcaides corruptos, reclusas envidiosas, un no parar de violaciones, motines orgiásticos y mucha bollería nada fina. El lesbianismo, bien era la manifestación cruel de una represión enquistada, bien la salvación afectiva para la protagonista; el mayor castigo (la pérdida de la “feminidad”) o un respirito, un oasis de disfrute entre tanta depravación y crueldad. Jenji Kohan se lo ha pasado pipa mezclando todas estas variables para su sleeperdel verano.
Orange is the new black bebe directamente de la tradición machista del porno más violento, ésa que asume que a todas las mujeres nos gusta que nos metan caña. Rinde homenaje también a Oz, la decana de las series rebeldes; toma de ella la integración de los flashbacks en las tramas capitulares, los enfrentamientos tribales, la organización del día a día en la prisión y, sobre todo, la idea de que el amor dentro de una cárcel, como el libre albedrío, también está condicionado y sometido. Claro que Orange is the new black es un pastiche hecho con mucha guasa, una broma muy bien planificada que ofrece como resultado el producto femenino por antonomasia: una comedia romántica. La odisea de Piper es, básicamente, su dilema amoroso; la columna vertebral de la temporada es a qué ritmo late su corazoncito. El resto de elementos certifican se trata de un buen producto, aunque esté hecho con mucho cachondeo. Desde la ligereza de sus fenomenales diálogos a esa mezcla de pedantería y cultura pop (“En otras cárceles hacen Shakespeare y mierdas de esas. Yo quiero interpretar un gran papel como Desdémona, Ofelia o Claire Huxtable”) o esos guiños tan bien colados, como ver (de nuevo) a Jason Biggs masturbándose, o que Jodie Foster dirija un capítulo titulado “Lesbian request denied”.
Parte de la gratificación de ver Orange is the new black estriba en un festivo cuadro de personajes interpretados por un reparto ensamblado con precisión. Taylor Schilling tira las frases con naturalidad y socarronería; Laura Prepon ha creado una discípula aventajada de Shane McCutcheon, una chica con la que todos querríamos enrollarnos, cañera, misteriosa, vulnerable, sexy; Mr. Healy, Red, Nicky, Chapman, Crazy eyes, Miss Claudette, Sophia, Pornstache, Pennsatucky, la penitenciaría de Litchfield representa una gran nave de los locos buenista donde, aunque los referentes morales estén dispersos, cualquiera está dispuesto a echarte una mano. Aunque sea al cuello.

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