martes, 9 de abril de 2013

Discriminación positiva

No os dejéis engañar. Os envolverán Top of the lake en eufemismos, os hablaran de su narrativa poco convencional, de sus maravillosos paisajes y de su peculiar atmósfera, pero la verdad es que la miniserie de Jane Campion es un coñazo fenomenal. Y lo que es peor, tiene pretensión de obra de autor, avalada como viene por una exitosa exhibición en Sundance. Como si los festivales estuvieran libres de sobrevaloraciones. Campion, además, es de esas personas que alcanzan una consideración desproporcionada por una sola obra. Y El piano no es El padrino, precisamente, es una peliculita mediocre que resume todos sus fallos como narradora y que muchos han camuflado bajo el adjetivo de “femenino”. Algo que resulta ofensivo en extremo: no es “menor”, es “femenino”, no es mala, es que la ha dirigido una mujer. Dejadla que ocupe su plaza de cuota.
Hemos recibido de golpe varias series (BroadchurchMayday…) que venían a rebufo de The Killing, que a su vez homenajeaba la fórmula Twin Peaks, a saber, desaparición de adolescente en una peculiar población donde todos sus habitantes son sospechosos. De ellas, Top of the lake es la más imprevisible, la que huye del patrón tipo, aunque su punto de partida guarde un montón de elementos comunes con Forbrydelsen y su versión americana. Una detective antipatiquilla se obsesiona con una investigación que le cae de rebote y posterga indefinidamente una existencia feliz, dando largas a su novio por teléfono, por una especie de pulsión masoca. Robin (Elisabeth Moss) se ha desplazado desde Australia a su pueblo natal en Nueva Zelanda para cuidar de su madre enferma. Como en realidad se pasa el tiempo meditando, haciendo footing y provocando encuentros casuales con su exnovio del instituto, decide aceptar el encargo de la policía local de resolver un perturbador caso que implica abusos a menores, área en el que ella está especializada.
Qué ridículo resulta ver los empeños de Top of the lake por llamar la atención y escandalizar cuando todo en ella es anodino. Los exabruptos del mafioso interpretado por Peter Mullan (lo único rescatable de la serie) se diluye entre tramo y tramo de humo con ínfula de trascendencia. El colmo del ridículo es ese bizarro grupo de mujeres que huyen del machismo de los hombres para refugiarse en un campamento liderado por la iluminada (“ese término está pasado de moda; GJ tiene un estado mental diferente”) interpretada por Holly Hunter, que goza de una supremacía sacerdotal, o sea, se toca las narices y suelta arengas mientras el resto la sirven y la veneran. Las mujeres del gineceo Campion (la mal encarada ydespelujada Hunter es un trasunto de la directora) son un grupo de imbéciles histéricas. Podría ser gracioso como burla o interesante como crítica social, pero la neozelandesa no toma una decisión sobre quién es esta gente y qué pinta en todo esto. Al menos, no lo hace en los tres primeros capítulos, la mitad de la serie, tres horazas. Avisados quedáis.

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